LA ADQUISICIÓN DE CONOCIMIENTO CIENTIFICO COMO UN PROCESO DE CAMBIO REPRESENTACIONAL
 

Juan Ignacio Pozo[1]
Departamento de Psicología Básica
Universidad Autónoma de Madrid


 


Introducción: la epidemiología del conocimiento científico

    En los últimos años la educación científica vive una cierta paradoja o contradicción. Por un lado podemos afirmar sin atisbo de duda que nunca antes se ha hecho un esfuerzo tan grande por extender o acercar la cultura científica a un mayor número de ciudadanos. Tanto la prolongación de la educación obligatoria, que supone una extensión también de la educación científica, que alcanza a más alumnos y durante más tiempo, como la creciente promoción de los saberes científicos en diversos ámbitos de educación informal (museos, revistas de divulgación, documentales de televisión, etc.) hacen que la presencia de la ciencia en los ámbitos de educación formal e informal sea, en términos cuantitativos, más extensa e intensa que nunca.

    Pero al mismo tiempo, paradójicamente se extiende una creciente sensación de crisis o fracaso de esa educación. Los datos de las investigaciones, las sensaciones y vivencias de los profesores y las propias actitudes de los alumnos muestran que, desde el punto de vista cualitativo al menos, esa educación científica se encuentra posiblemente cada vez más lejos de sus objetivos. Así, por ejemplo, si analizamos el ingreso de los alumnos a la Universidad, hay una crisis generalizada en los estudios científicos. Proporcionalmente cada vez son menos los alumnos que desean cursar carreras científicas. A su vez los datos de las investigaciones sobre los niveles de aprendizaje de la ciencia alcanzados por esos mismos alumnos son bastante desconsoladores, tanto desde el punto vista cuantitativo, si tenemos en cuenta los niveles medios de rendimiento, como desde el punto de vista cualitativo, si estudiamos el grado de comprensión y aprendizaje realmente alcanzado. No es exagerado decir que la mayor parte de los alumnos, y de los ciudadanos, no comprenden la ciencia que estudian y en la que se basa buena parte de la tecnología que utilizan cada día.

    En definitiva, la exigencia de una "alfabetización científica" o una "ciencia para todos" en el marco de las nuevas demandas formativas de la llamada "sociedad del conocimiento" ha dejado al desnudo las limitaciones de la educación científica tradicional para proporcionar una cultura científica que forme parte del acervo de conocimientos común en nuestras sociedades. Si aceptamos con Sperber (1996) que la cultura está constituida por el conjunto de "representaciones ampliamente distribuidas en una sociedad", debemos convenir que la cultura científica es, entre nosotros, en realidad bastante escasa. El propio Sperber (1996) se refiere a la existencia de una "epidemiología de las representaciones" que explicaría por qué algunas formas de conocimiento son más contagiosas que otras, se extienden más fácilmente entre los ciudadanos. Así, por ejemplo, como ha mostrado McCauley (2000), el conocimiento religioso es más contagioso que el conocimiento científico. En todas las sociedades hay creencias religiosas, mientras que la ciencia es un producto cultural complejo que requiere determinadas condiciones sociales para su desarrollo. Además, a pesar de su carácter supuestamente "sobrenatural", o mejor sobrehumano (Boyer 2000), las creencias religiosas son más asimilables por la mente humana que las teorías elaboradas por las ciencias "naturales". Diríamos que los programas de la religión corren mejor en la mente humana que los programas de la ciencia.

    Una razón por la que algunos conocimientos, por ejemplo los científicos, tienen dificultades para distribuirse entre la población, para hacerse cultura más allá de las "comunidades epistemológicas" en que tienen su origen (Burke 2000), es según Sperber (1996, pág. 140) su "falta de compatibilidad y correspondencia con la organización cognitiva humana". Asumiendo la metáfora de la epidemiología de las representaciones ("la mente humana es susceptible a las representaciones culturales de la misma forma que el organismo humano es susceptible a las enfermedades" según Sperber 1996, pág. 57), podríamos decir que en cierto modo la mente humana dispondría entre los recursos de su equipamiento cognitivo de serie (Pozo 2001; Pozo y Gómez Crespo 2002) de un auténtico sistema cognitivo inmunológico, que nos previene o vacuna contra ciertos contagios representacionales inconvenientes o innecesarios, entre ellos aparentemente el del conocimiento científico.

    De hecho, ni siquiera los esfuerzos por innovar y generar nuevas formas de enseñar ciencia han logrado vencer aparentemente a ese sistema inmunológico cognitivo. La investigación en didáctica de la ciencia realizada en estos últimos años, dirigida en gran medida a cambiar los conocimientos previos de los alumnos, a convertir su conocimiento popular en conocimiento científico, ha obtenido frutos más modestos de lo esperado. Aun cuando sin duda se han identificado muchos problemas y estrategias para la mejora de la educación científica, no se ha logrado generalizar esos éxitos como hubiera sido deseable. Es más, algunos de los problemas centrales que afronta la educación científica, de acuerdo con esas investigaciones, ni siquiera han logrado una solución aceptable. Así, gran parte de la investigación realizada en estos años, y de los modelos didácticos desarrollados a partir de ella, ha estado dedicada a intentar promover, sin mucho éxito, el llamado cambio conceptual. Se sabe que los alumnos cuando llegan a las aulas de ciencias disponen de una "ciencia intuitiva", un conjunto de "concepciones alternativas", por lo que supuestamente uno de los objetivos de la educación científica, si quiere hacer comprensible la ciencia, sería cambiar esas concepciones en favor del saber científico establecido. Pero no es que este objetivo no se haya alcanzado plenamente, sino que, en palabras de Duit (1999, pág. 270), uno de los máximos estudiosos en este ámbito, simplemente no se ha logrado en absoluto:

"hay que afirmar que no hay ni un solo estudio en la literatura de investigación sobre las concepciones de los estudiantes en la que una concepción concreta de las profundamente arraigadas en los alumnos haya sido totalmente extinguida y sustituida por una nueva idea. La mayoría de las investigaciones muestran que hay sólo un éxito limitado en relación con la aceptación de las ideas nuevas y que las viejas ideas siguen básicamente 'vivas' en contextos particulares."
 
 
    Hay diversas explicaciones de esas dificultades para lograr un verdadero cambio conceptual, en cuyo detalle no puedo entrar aquí[2]. De entre esas posibles explicaciones, en este artículo retomaré la idea ya expresada de que aprender ciencia requiere de algún modo trascender o superar las restricciones impuestas por el propio funcionamiento cognitivo humano. Más en concreto, argumentaré que el aprendizaje de la ciencia, en contra de lo que han supuesto algunos de los modelos dominantes del cambio conceptual a partir de la propuesta de Posner et al (1982), no implica en realidad, como sugiere el texto anterior de Duit (1999), abandonar los procesos y contenidos de la ciencia intuitiva –el equipamiento cognitivo de serie de la mente humana- sino más bien integrar jerárquicamente esas formas de representar y concebir el mundo en un nuevo sistema de conocimiento científico en el que adquieren un nuevo significado (Pozo 1999; Pozo y Gómez Crespo 1998). El conocimiento científico no puede sustituir a otras formas de saber, pero sí puede integrar jerárquicamente a algunas de ellas, redescribiendo (es decir explicando) sus predicciones y acciones. Para ello hay que abandonar la idea de que esos conocimientos previos son concepciones erróneas –o misconceptions-, el término más utilizado durante muchos años, y en su lugar intentar que ese conocimiento científico sirva para dar sentido a las representaciones intuitivas, de naturaleza implícita y encarnada (Pozo 2001), que, como veremos más delante, todos tenemos. La química debe redescribir ciertos fenómenos de cocina pero sería empobrecedor reducir la cocina a un fenómeno químico; la medicina debe ayudarnos a entender nuestros dolores y reacciones corporales, pero no a abandonarlas.

    Vista así, la empresa de la "alfabetización científica" plantea nuevos retos, quizás aún más exigentes. No se trata ya sólo de hacer que todos los ciudadanos puedan acceder, en algún nivel, a los conocimientos científicos, sino que para que ese acceso se produzca es preciso de algún modo reformatear esas mentes, generar en ellas nuevas posibilidades representacionales sin las cuales el conocimiento científico probablemente es inconcebible. Parece difícil no tanto que eso pueda lograrse, sino sobre todo que pueda generalizarse a todos los ciudadanos. Tal vez este propósito, como en realidad sucede con todos los esfuerzos de alfabetización (por ej., Sánchez en prensa), sea demasiado ambicioso y nunca se logre plenamente. Pero lo que sí podemos ambicionar y desear es, a la inversa, que la educación científica, se convierta en una herramienta social para generar nuevas capacidades representacionales en los ciudadanos, para promover, más allá del cambio conceptual, un cambio representacional (Pozo y Rodrigo 2001) que haga posible nuevas formas de conocimiento, que se alejen de la inmediatez y la "naturalidad" de los conocimientos intuitivos, esos que asumen más fácilmente las creencias religiosas que los saberes científicos.
 
 

La psicología cognitiva de la ciencia

    De acuerdo con el argumento anterior, y tal como propone Sperber (1996), una de las causas del escaso éxito en la distribución social del conocimiento científico, o si se quiere en términos más usuales de su escaso aprendizaje, podemos encontrarla en la propia naturaleza del sistema cognitivo humano, en el que no correrían muy bien los sistemas de conocimiento científico. Habría algún tipo de incompatibilidad entre las formas de hacer ciencia y las formas de operar del sistema cognitivo humano (Pozo 1999). Pero para conocer cuál es la naturaleza de esa posible incompatibilidad es preciso conocer mínimamente no sólo la naturaleza del conocimiento científico sino también de la mente humana en cuanto sistema de conocimiento. Aunque resumir aquí cualquiera de los dos ámbitos es tarea imposible, sí podemos esbozar algunas características de nuestro funcionamiento mental que nos ayuden a entender la psicología cognitiva de la ciencia [3]

    Como señalara Ángel Rivière (1991), las ciencias cognitivas han supuesto una nueva revolución en el desarrollo de la ciencia, en la medida en que sus objetos de estudio –los sistemas cognitivos o representacionales- difieren de los sistemas físicos o biológicos hasta ahora estudiados por la ciencia, y en esa medida no pueden ser reducido a ellos. Los sistemas cognitivos, los objetos con mente de Rivière (1991), se caracterizan por manipular representaciones y no sólo energía, como los sistemas físicos, o información, como los sistemas biológicos (Pozo 2001). Un sistema cognitivo (animal, artificial o para nuestros intereses aquí humano) es un dispositivo que construye representaciones del mundo que le permiten predecir y controlar los cambios físicos que tienen lugar en él. En algún momento de la evolución, los organismos desarrollaron la capacidad de generar representaciones internas del mundo, lo que sin duda incrementó notablemente sus probabilidades de supervivencia (ver Delius 2002; Lorenz 1996; para un atisbo de esa evolución). La mente humana es un dispositivo representacional especialmente complejo, capaz de generar muy diferentes tipos de representación, de hacer cómputos automáticos sumamente complejos para percibir el mundo y moverse en él, cuya emulación por los sistemas artificiales parece cada vez más distante o improbable. Pero sobre todo es un sistema cognitivo capaz de acceder a sus propias representaciones, de hacerse de algún modo consciente de ellas, y convertirlas en metarrepresentaciones (Rivière 1997; Sperber 2000) o conocimiento propiamente dicho (Pozo 2001, en prensa), que puede ser comunicado o explicitado a través de diferentes sistemas de representación y comunicación (el lenguaje oral, la escritura, la notación matemática, gráficos y calendarios, etc.).

    Dada esta diversidad y complejidad de las representaciones generadas por la mente humana, algunas de ellas externalizadas e incluso formalizadas en cuerpos culturales de conocimiento, como la ciencia, no es extraño que la psicología cognitiva, una ciencia muy joven por otra parte, venga luchando con muy diferentes tipos de representaciones y procesos cognitivos, intentando hacer encajar las piezas de un puzzle que evoluciona a una gran velocidad. De hecho, en el marco de la psicología cognitiva ha habido numerosos debates o controversias sobre la naturaleza de esas representaciones y, en definitiva, de la propia mente humana. La tabla 1 resume algunos de esos debates en forma de dicotomías, situándolos de algún modo en un eje cronológico, ya que algunos de esos debates son herederos de los anteriores.
 

1965-1980 Proposicional En imágenes
1975-1985 Semántica Episódica
1975-1985 Declarativa Procedimental
1980-1990 Esquemas Modelos mentales
1985-2000 Simbólicas Distribuidas
1985-2000 Explícita Implícita
2000- ¿? Individual Cultural
Tabla 1. Debates sobre las representaciones en la reciente Psicología Cognitiva (tomada de Pozo 2001)
 
 
    No hay opción de analizar aquí cada uno de esos debates (véase Pozo 2001, cap. 2). Sin embargo, en cada uno de ellos, el procesamiento de información, que ha sido el enfoque dominante en psicología cognitiva, basado en la analogía funcional entre la mente y un computador digital (para una presentación de este enfoque véase de Vega 1994; para una crítica de sus contribuciones e insuficiencias de Vega 1998) ha optado por las opciones presentadas en la columna de la izquierda, que refleja en general una mente proposicional, simbólica, semántica, declarativa, abstracta, explícita e individual. Sin embargo, poco a poco, y más bien a regañadientes, las investigaciones han ido obligando a los psicólogos cognitivos a aceptar una mente con imágenes, episodios y acciones situadas, pero sobre todo con representaciones distribuidas e implícitas y, por si fuera poco, interpersonal o socialmente distribuida (Pozo 2001).

    Desde el procesamiento sintáctico de información, basado en el cómputo de representaciones lógicas, abstractas, se ha acabado aceptando mal que bien una mente fuertemente dependiente de los contenidos y los contextos en los que tiene lugar ese procesamiento, lo que ha llevado a una crisis a los modelos computacionales clásicos (de Vega 1998, Pozo en prensa; Rivière 1991). La mente unificada y explícita, urbi et orbe, ha cedido poco a poco el lugar a una memoria distribuida e implícita, que se reconoce por su minimalismo representacional y por la dinámica caótica de los sistemas complejos (Clark 1997; Dietrich y Markman 2000). La metáfora de la biblioteca, que durante cierto constituyó un símil creíble de la organización de la memoria humana, ha sido sustituida por la imagen de una nebulosa. Como señalara Rivière (1991, pág. 227) refiriéndose a la imagen de la mente proyectada por la psicología cognitiva, "se acerca cada vez más a la metáfora de la nube, y cuestiona la del reloj: se asemeja más al aspecto pluriforme y difuso de lo sistemas complejos que al perfil neto de los sistemas deterministas clásicos".

    Esa mente, crecientemente caótica y difusa, compuesta por muchos sistemas de representación que interactúan entre sí, es la que estaría en la base de las llamadas "concepciones alternativas" o "ciencia intuitiva" de los alumnos. Aunque en general la investigación sobre esas ideas, y su cambio conceptual a través de la instrucción, se ha detenido muy poco en considerar la naturaleza cognitiva de las representaciones que estudiaba, que quedaban fácilmente naturalizadas, convertidas en objetos casi tangibles al salir a la luz como consecuencia de esas investigaciones (Pozo 1993), lo cierto es que los propios modelos desde los que debemos interpretar esas concepciones alternativas deben variar a medida que varía la imagen de la mente humana que nos ofrece la psicología cognitiva. Es fácil ver que las representaciones situadas en la columna izquierda se hallan más cercanas, en sus supuestos y en sus procesos, al conocimiento científico, tal como ha sido desarrollado en nuestra cultura (un conocimiento esencialmente abstracto o proposicional, reducible a códigos discretos, es decir computable, consistente en reglas simbólicas, traducidas en esquemas y leyes generales o universales, centrado sobre todo en la acción individual y formulado explícitamente). En cambio la columna de la izquierda, la que supuestamente se asemeja más al modo intuitivo en que funciona nuestra mente (Pozo 2001), refleja un tipo de representaciones difícilmente compatibles con ese conocimiento científico (un conocimiento local o situado, dependiente del contexto, ocupado más en los episodios concretos que en las leyes generales, basado sobre todo en imágenes y acciones, es decir de naturaleza sensoriomotora, en gran medida implícito y socialmente distribuido).

    Tenemos así una mente híbrida (Donald 2001), compuesta por dos sistemas muy diferentes, uno dedicado a representar implícitamente el mundo concreto, cercano, mediante acciones y percepciones, cuyas metas son esencialmente pragmáticas, es decir dirigidas a la predicción y el control rápido, inmediato, de sucesos concretos, y otra mente, supuestamente más racional y abstracta, que usa lenguajes formales y puede comunicarse a través de ellos, cuyas metas serían más bien epistémicas, el conocimiento o explicación reflexiva de esos sucesos. Aunque tal vez las cosas sean aún más complejas, y esas dos mentes se multipliquen en muchas más, lo cierto es que este contraste entre dos sistemas de representación y aprendizaje (uno implícito, rápido y pragmático, muy ligado a la acción y la percepción; y otro explícito, reflexivo y epistémico, basado en la formalización y el análisis) puede ser un buen retrato, hasta donde sabemos, de la naturaleza de la mente humana (Pozo 2001).

    De hecho, no es casual que tanto el conocimiento científico, referido en este caso al estudio de la naturaleza, en esos niveles físico y biológico a los que antes me refería, como la propia psicología cognitiva, como parte de esas nuevas ciencias cognitivas que constituyen la nueva frontera de la ciencia occidental, se sitúen más cerca de la columna de la izquierda, ya que esa es la naturaleza del verdadero conocimiento aceptado en nuestra cultura. Recientemente Nisbet et al (2001) han comparado las epistemologías implícitas dominantes en nuestra cultura occidental (griega o platónica en su terminología) con las concepciones epistemológicas que subyacen a la cultura oriental (chino-japonesa o taoísta), incluso en su producción científica (Motokawa 1989). Nuestra tradición cultural se sustentaría, según estos análisis, en unos supuestos profundamente dualistas (sujeto/objeto, mente/cuerpo, interno/externo), de forma que el conocimiento surgiría por un proceso de análisis, que requeriría el uso de códigos discretos y formales, como nuestro sistema alfabético o la notación matemática, y de sistemas lógicos en busca de las leyes o principios generales que gobiernan el mundo. En cambio, en la tradición taoísta u oriental se busca más la síntesis o integración de conocimientos, ya que no se asume ese dualismo ni la lógica de la contradicción en que se basa, sino que el conocimiento se concibe siempre como la integración de contrarios y perspectivas (ying/yang, mente/cuerpo, yo/otros), que acabarían formando una unidad. Se trataría de un conocimiento más situado, más cercano a la acción que a la formalización (de ahí la preferencia de las culturas orientales por la tecnología frente a la ciencia teórica) que se apoyaría en lenguajes sintéticos en vez de analíticos, como los propios códigos de escritura pictográficos utilizados tradicionalmente en esas culturas.

    Nisbet et al (2001) van aún más lejos y muestran cómo estas diferencias en la epistemología y en la naturaleza social del conocimiento, generan diferencias psicológicas acusadas entre las personas educadas en una u otra cultura, lo cual tiene importantes consecuencias potenciales para la educación científica, que, a diferencia de otros ámbitos como la educación matemática (Bishop 1991), se ha mantenido siempre al margen de las cultura, que no ha sido considerada como variable o contexto relevante casi en ninguna investigación (aunque hay excepciones, por ej., Attran 1990; Vosniadou 1994). Pero más allá de ello tiene otra consecuencia para nosotros: las formas de conocer aceptadas en una sociedad serían claramente dependientes de la cultura imperante; sin embargo las formas naturales de conocer, las que forman parte de ese equipo cognitivo de serie que actúa como un verdadero sistema inmunológico cognitivo, parecen persistir, larvadas, bajo esa influencia de la cultura. De hecho, aún en nuestra cultura occidental, apoyada en una concepción del conocimiento cercana a la columna de la izquierda de la tabla 1, la mayor parte de las personas funcionan cognitivamente más cerca de las representaciones recogidas en la columna derecha. Aunque el conocimiento científico formal atienda a los rasgos de un saber bien definido, abstracto, explícito y formalizado, el conocimiento intuitivo de los alumnos, como veremos a continuación, se acerca más a las formas difusas de representación situada, implícita y encarnada (basada en la acción y la percepción) de la columna derecha. Aunque los saberes científicos que queremos transmitir –precisamente porque son el bagaje o acervo cultural que tenemos, pero también porque en el estudio de la naturaleza son en general los saberes científicos más desarrollados, como se reconoce incluso desde la ciencia oriental (Motokawa 1989)- sean explícitos y estén basados en una racionalidad fría y abstracta, sólo posible en una mentalidad dualista, debemos aceptar que los alumnos llegan al aula con representaciones más bien implícitas y profundamente encarnadas, muy alejadas de esa ciencia que queremos enseñarles. Por tanto si queremos acercar esas dos mentes que sin duda los alumnos tienen, si queremos que el conocimiento científico les ayude a reconstruir o redescribir sus propias representaciones intuitivas, debemos entender mejor su naturaleza, antes de preguntarnos por los procesos o estrategias que pueden ayudarnos a promover, a través de la instrucción científica y de la adquisición del conocimiento científico, ese cambio representacional.
 

Los conocimientos alternativos como representaciones implícitas y encarnadas

    Como acabamos de ver, todos nosotros estamos inmersos en una cultura que nos proporciona supuestos y creencias desde los que nos representamos el mundo. Sin embargo, muchos de esos supuestos son de hecho implícitos, podríamos decir que no los conocemos, si entendemos que el conocimiento es una capacidad cognitiva en apariencia específica/mente humana,[4] consistente precisamente en la posibilidad de representar explícitamente las propias representaciones y de este modo manipularlas mentalmente (Pozo 2001). Esos supuestos implícitos serían el equivalente cognitivo de lo que Ortega y Gasset denominaba creencias, por oposición a las ideas (o conocimientos, en nuestros términos) que tenemos conscientemente:

"Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre el que acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma. Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras creencias auténticas. En ellas ‘vivimos, nos movemos y somos’. Por lo mismo, no solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes, como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de verdad en una cosa no tenemos la ‘idea’ de esa cosa, sino que simplemente, ‘contamos con ella’" (Ortega y Gasset, 1940, pág. 29 de la ed. de 1999, el énfasis es mío).     Esas creencias básicas, esos supuestos están latentes o implícitos, sumergidos de algún modo bajo la fina capa visible del iceberg de nuestros conocimientos. Más que el contenido de nuestros pensamientos, dice Ortega, son el continente de nuestra mente, el sistema operativo, según la metáfora de Rivière (1997), que formatea nuestras representaciones. Pero no sólo muchos supuestos culturales están implícitos, sino que gran parte de nuestras representaciones tienen esa naturaleza implícita, son en realidad algo que hacemos o somos, pero que no decimos.

    De hecho, tras estar durante varias décadas estudiando supuestamente los procesos y representaciones explícitas, a la izquierda de la tabla 1, la psicología cognitiva ha descubierto de pronto en los últimos años en su propio inconsciente el sistema más primario desde el que se construyen el resto de sistemas de conocimiento. En su "ensayo sobre el inconsciente cognitivo" Reber (1993) ha propuesto una interpretación evolucionista sobre las relaciones entre el aprendizaje implícito y el explícito, según la cual habría una primacía del aprendizaje implícito, que consistiría en un sistema para la detección de regularidades en el ambiente mediante procesos de cómputo de contingencias. Según Reber (1993) nos encontraríamos ante un proceso de aprendizaje básico que compartirían prácticamente todos los seres vivos en su necesidad de detectar regularidades en el ambiente, o por decirlo en términos clásicos de extraer de él información o "entropía negativa" (Pozo 2001). Así, el aprendizaje implícito sería un sistema primario con respecto al aprendizaje explícito, el aprendizaje deliberado, con esfuerzo e intención, y con conocimiento de lo aprendido, que por ejemplo suele practicarse en las aulas. El aprendizaje implícito, según el propio Reber (1993), se caracterizaría por ser:

  • más antiguo en la filogénesis, ya que sería un dispositivo de aprendizaje común para la detección de covariaciones en el ambiente, que daría cuenta no sólo de la adquisición de buena parte de nuestras representaciones implícitas sino, más en general, de la inducción de reglas en el aprendizaje humano. Constituiría la forma más elemental de aprendizaje asociativo y condicionamiento en todas las especies.
  • Más antiguo en la ontogénesis, ya que surgiría antes que el aprendizaje explícito, en la medida en que los bebés ya detectan regularidades en su ambiente de las que sin embargo no son conscientes.
  • Independiente de la edad y del desarrollo cognitivo, ya que su funcionamiento no dependería de la adquisición de otras funciones cognitivas posteriores.
  • Independiente de la cultura y de la instrucción, ya que sería un sistema universal en el que apenas se observarían tampoco diferencias individuales.
  • Más robusto que el sistema cognitivo explícito, ya que se preservaría allí donde las funciones cognitivas explícitas se ven alteradas o deterioradas por lesiones o disfunciones cognitivas permanentes o temporales (amnesias, Alzheimer, estados de anestesia, etc.).
  • Más duradero en sus efectos que el aprendizaje explícito y menos susceptible de interferencia con otras tareas.
  • Más económico desde el punto de vista cognitivo, o energético, ya que su funcionamiento se preserva en condiciones que alteran el funcionamiento del sistema cognitivo explícito (enmascaramiento de estímulos, fatiga, escasez de recursos atencionales, atención dividida, ausencia de motivación o intención de aprender).
  •     Aunque no todos estos rasgos han sido estudiados experimentalmente en detalle, los datos de las investigaciones sobre aprendizaje implícito confirman en términos generales esta caracterización del aprendizaje implícito (por ej., Dienes y Berry, 1997; O’Brien-Malone y Maybery, 1998), con la excepción, tal vez, de la independencia de estos mecanismos con respecto a la cultura y la instrucción, que aún no ha sido estudiada suficientemente. Así, por ejemplo diversos estudios han mostrado que las personas pueden adquirir las reglas de un gramática artificial, arbitraria, sin saber que las han aprendido. Enfrentadas a series de letras como NNSXG, NNXXSG, NNNXXXSXG, las personas aprendemos mejor las series que están regidas por una regla oculta, es decir las series gramaticales frente a las no gramaticales, aunque luego en la mayor parte de los casos no seamos capaces de informar de la regla, que de manera implícita o subrepticia, hemos aprendido. Se supone que de modo análogo adquirimos en parte la gramática de la propia lengua, de forma que dominamos muchas reglas y principios de los que no podríamos informar, que no conocemos. Tenemos una representación implícita de la estructura de esa lengua, que nos permite reconocer los errores en su producción, pero difícilmente podríamos explicar muchas veces por qué son errores. Como veíamos esas representaciones implícitas nos permiten predecir o controlar, pero son muy limitadas en la explicación y el conocimiento, si se quiere en la comprensión.[5]

        Estos procesos de aprendizaje implícito, basados en la detección de regularidades estarían en el origen de gran parte de nuestra física intuitiva (en el sentido general de nuestra representación sobre la materia y sus transformaciones, Pozo y Gómez Crespo 1998), o de nuestra biología intuitiva (por ej., nuestras creencias sobre las enfermedades, su transmisión y curación, por ej. López Manjón 1996), por no decir también de nuestra psicología intuitiva (las concepciones de los profesores y alumnos sobre cómo se enseña y se aprende mejor, ver Pérez Echeverría et al. 2001; Pozo et al. 1999; Scheuer, de la Cruz y Pozo 2002, son en realidad representaciones en gran medida implícitas).

        Además, buena parte de esas representaciones, en especial las que subyacen a nuestra física intuitiva, no son exclusivas de nuestra especie, sino que posiblemente las compartimos, en mayor o menor medida, con otros animales. La psicología cognitiva comparada viene mostrando que otras especies tienen también "creencias" muy arraigadas sobre el comportamiento de los objetos físicos, muchas de las cuales guardan un paralelismo notable con la física intuitiva humana (por ej., Hauser 2000). De hecho, podemos considerar que esas representaciones no son sólo el producto de la detección de regularidades o cambios físicos en el ambiente, no están extraídas de la experiencia, sino que están basadas en ciertos principios (creencias, supuestos) que los sistemas cognitivos (el nuestro pero también el de otros animales) imponen a la representación del mundo en el que viven. Aunque, como veremos más adelante, el origen de esos principios –innato o construido- es una cuestión a debate, actuarían como restricciones desde las que se construyen las representaciones implícitas, en este caso, sobre el mundo de los objetos o física intuitiva.

        ¿Cuáles serían esos principios o restricciones? La investigación realizada con neonatos, bebés de pocas semanas, utilizando la sorpresa como indicador implícito del reconocimiento o la discriminación entre objetos y situaciones, ha permitido desvelar algunos de los principios desde los que la mente humana construye sus primeras representaciones sobre los objetos físicos y mentales. Como decimos, no se trata sólo de detectar regularidades en el entorno, sino de imponer ciertas estructuras o formas de organización a la percepción de esas regularidades. Así, por ejemplo, en el dominio físico, "los bebés parecen hacer inferencias sobre los movimientos ocultos de los objetos materiales, inanimados de acuerdo con tres principios: cohesión (los objetos se mueven como unidades conectadas, ligadas entre sí), continuidad (los objetos se mueven siguiendo trayectorias conectadas, sin obstrucciones) y contacto (los objetos afectan al movimiento de otros objetos sí y sólo si se tocan" (Spelke 1994, pág. 433). En cambio, los bebés no se representan la conducta o los movimientos de las personas como sucesos físicos sino en términos de intenciones (los movimientos animados son hacia algo, no desde algo), de metas (muy pronto los bebés buscan el objeto de la mirada adulta, siguen su mirada), de emociones, etc. (por ej, Gopnik, Melzoff y Kuhl 1999; Leslie 1995; Tomasello, 1999). En suma, según Spelke, Phillips y Woodward (1995, pág. 71): "los bebés razonan sobre la acción humana extrayendo información sobre aspectos de la conducta humana –como la dirección de la mirada, la expresión de emociones- que no aplican a la conducta de los objetos inanimados. Simétricamente, los bebés razonan sobre el movimiento de los objetos de acuerdo con restricciones –acción por contacto, no acción a distancia- que no aplican al razonamiento sobre las acciones humanas".

        Esta diferenciación temprana entre objetos (física intuitiva) y personas (psicología intuitiva) es uno de los rasgos más distintivos del funcionamiento cognitivo humano, de nuestra identidad cognitiva (Pozo 2001). Pero además de diferenciar entre objetos y personas –u objetos con mente, según Rivière (1991)- la mente humana ordena cada uno de esos dominios de conocimiento de acuerdo con principios que no necesariamente coinciden con los del conocimiento científicamente aceptado en esos mismos dominios. La física intuitiva de los bebés asume que el mundo está compuesto de objetos, paquetes de información esencialmente tridimensional, sólidos y compactos, que forman "unidades" que pueden contarse y ocupan un espacio físico, pudiendo desplazarse según leyes y principios muy definidos. Estos principios que regulan la conducta de la materia, en forma de objeto físico, constituyen probablemente un universal cognitivo que subyace no sólo a nuestra física intuitiva (Leslie 1995; Pozo y Gómez Crespo 1998; Reiner, Chi, Slotta y Resnick 2000) sino también a la de otros muchos animales (Hauser 2000; Thompson 1995), en especial nuestros primos los primates (Gómez Crespo y Núñez 1998; Tomasello 1999). Pero es fácil ver que esa física intuitiva se apoya en principios o creencias que se alejan notablemente de los modelos físicos aceptados por la ciencia. De hecho, esa mecánica intuitiva asume, en contra de los principios newtonianos, que los objetos sólo se mueven si se ejerce una acción física sobre ellos, y que ese movimiento requiere una fuerza, de la misma manera que asume que el espacio (o el tiempo) son dimensiones objetivas, e independientes entre sí, o que los objetos sólidos son continuos. Todas estas creencias, profundamente arraigadas, van formar parte de ese sistema inmunológico que previene a los alumnos del peligroso contagio de la mecánica newtoniana y no digamos de la relatividad einsteniana.

        Pero además de tener una naturaleza implícita, estos principios o creencias, como desvelan los ejemplos recién citados, tienen también un fuerte arraigo en la estructura perceptiva que el mundo adopta para la mente humana. Nuestras representaciones implícitas sobre los objetos tienen en gran medida su origen en la forma en que percibimos y actuamos sobre el mundo. Frente al dualismo cartesiano, o platónico, en el que está sustentada no sólo la psicología cognitiva, sino más allá de ella nuestra cultura y con ella la propia educación, dirigida a cultivar las mentes abstractas formales, disociadas del cuerpo que habitan, las restricciones impuestas por la física intuitiva no se pueden entender si no asumimos que nuestras representaciones implícitas tienen su origen en la forma en que nuestro cuerpo nos informa de los cambios que tienen lugar en el mundo. La simple percepción de un objeto (un balón) en movimiento, el cálculo de la velocidad con la que se desplaza, que nos permite sincronizar las acciones para capturarlo, requieren de un cuerpo que nos informe de los cambios que están teniendo lugar y nos permita construir una representación continua a partir de estados físicos del mundo que en realidad son discontinuos.

        De hecho, elaborar esa película, construir objetos y ponerlos en movimiento, es una de las hazañas cognitivas que hoy por hoy están fuera del alcance de los sistemas artificiales de conocimiento -¡y así será aún por mucho tiempo!- que son sin embargo capaces de sofisticados cálculos analíticos, de manipular representaciones como las que aparecen en el lado izquierdo de la tabla 1, y así lograr jugar al ajedrez o gobernar una nave en su viaje a Marte. Los sistemas de inteligencia artificial carecen de cuerpo con el que interactuar con el mundo, y por ello no tienen ningún sistema inmunológico cognitivo que les prevenga contra ciertas representaciones. Y así les va. Por eso, entre otras cosas, Hal, el ordenador con sentimientos y creencias ideado por Clark en su Odisea 2001 a fecha de hoy todavía no está entre nosotros. Ni es previsible que esté en un futuro próximo (Pozo en prensa).

        Por consiguiente, nuestras representaciones implícitas, las creencias que tácitamente mantenemos sobre el mundo físico (en el sentido amplio del mundo de los objetos) tienen, según veíamos unas páginas más atrás, una naturaleza sensorio-motora, o, si se prefiere, encarnada (Pozo 2001). Nuestra física intuitiva está profundamente encarnada en nuestra mente, ya que no tenemos una relación directa con los objetos del mundo sino a través de la información que nuestro cuerpo nos ofrece de ellos. Como ha señalado Antonio Damasio (1994) en su libro El error de Descartes, un brillante y sugerente alegato contra el dualismo, no podemos percibir el mundo sino los cambios que el mundo produce en nosotros. Este sería el origen y fundamento de nuestras representaciones implícitas, o si se quiere de nuestro conocimiento intuitivo: sería la forma encarnada en que nuestro cuerpo se representa el mundo físico y social en que vivimos[6]. Pero, dado que ese cuerpo es a su vez el resultado de la presión selectiva de un ambiente con características físicas muy definidas, no es extraño que ya desde la cuna las personas tengamos, como hemos visto, fuertes creencias implícitas sobre ese mundo físico que, dada su historia de éxitos evolutivos y personales, van a resultar muy difíciles de modificar por la instrucción científica.

        Nuestras representaciones implícitas del mundo físico, son, por decirlo gráficamente, las respuestas que nos pide el cuerpo a los cambios energéticos que suceden en nuestro ambiente físico. Serían resultado en buena medida de la aplicación de los mecanismos asociativos –como los clásicamente estudiados por los conductistas-, esos mecanismos de aprendizaje implícito que hemos visto anteriormente, aplicados a los cambios que nuestras estructuras corporales permiten detectar en el ambiente físico. En otras palabras, las reglas asociativas (como la covariación, contigüidad, semejanza, etc.) (Pozo 1987, Pozo y Gómez Crespo 1998) se aplicarían no a las relaciones entre los estímulos o parámetros energéticos de ese mundo físico sino a la información que nuestro cuerpo extrae de ese mundo en forma de "representaciones primordiales" o encarnadas.

        Este carácter encarnado de la física intuitiva hace que esté muy pegada a nuestra piel, siguiendo una regla según la cual "lo que no se percibe, no se concibe" (o es muy difícil de concebir) con lo que se distancia notablemente de la física científica, que se refiere a abstracciones, no a hechos o sucesos directamente perceptibles (como muestran una vez más las diferencias entre los sistemas de representación recogidas en ambas columnas de la tabla 1). No es extraño así que tras las mismas palabras, la física intuitiva y la física científica mantengan significados muy diferentes, basados en supuestos implícitos o, en ocasiones, explícitos (en el caso de la ciencia) también muy diferentes entre sí.

        Así, para todos nosotros el calor es aumento de temperatura, algo a lo que nuestro cuerpo es muy sensible; así decimos que una manta da calor en lugar de representárnosla como un aislante térmico que reduce el intercambio de energía con el ambiente. Para nuestra física intuitiva, la energía es una sustancia más o menos material que se transporta y se consume (la gasolina, una batería, incluso un bocadillo de chorizo). Para la Física es más bien una moneda abstracta, no sustancial, que da cuenta de los estados de equilibrio y desequilibrio de la materia, y de sus propias formas de organización. Para cualquiera de nosotros una fuerza es una acción que se ejerce realmente (o sea, perpeptible o encarnada/mente) sobre un objeto; cuando los objetos están en reposo, en contra de lo que dice la Física, no concebimos que haya fuerzas actuando sobre ellos, pero cuando están en movimiento nos representamos fuerzas actuando en la dirección y con la intensidad del movimiento, en lugar de representar un movimiento inerte. Y sin duda nos resulta imposible de creer que cuando dos objetos interactúan (por ej., la Tierra y una pelota) las fuerzas que ejercen entre ellos son de la misma intensidad. Diga lo que diga la mecánica newtoniana, nuestro cuerpo nos está informando continuamente de que para mover objetos debemos ejercer una fuerza de intensidad análoga al movimiento que queremos obtener y que los objetos se detienen cuando esa fuerza se agota. Las fuerzas son para nosotros entidades materiales, el músculo que hace posible el movimiento.

        Nuestra tendencia a convertir en entidades materiales o sustancializar los conceptos físicos intuitivos (por ej., Mortimer 2001) ilustra una vez más la naturaleza encarnada de nuestras representaciones implícitas, que se ocupan de objetos sólidos en un mundo tridimensional, de entidades materiales que ocupan espacio real en el mundo, aunque nuestras limitaciones nos impidan percibirlas. Podemos aceptar que la materia está compuesta de partículas imperceptibles, pero les atribuiremos, por analogía con el mundo sensorial, propiedades macroscópicas, y así, de acuerdo con el realismo ingenuo que subyace a nuestras representaciones encarnadas, tenderemos a hacerlas tan reales como el mundo en que vivimos, aunque, eso sí, invisibles. Por consiguiente, los alumnos de secundaria nos dirán, de acuerdo con sus representaciones encarnadas del mundo, que "las moléculas de agua están mojadas" o que "las partículas de la coca cola se mueven pero las del agua no" (por ej., Gómez Crespo y Pozo 2000, 2001; Pozo y Gómez Crespo 1998).

        También nuestras concepciones sobre el mundo biológico y geológico tienen un fuerte arraigo corporal. Así, las personas –en concreto los alumnos de secundaria, que son los más investigados en este ámbito- tienden a aceptar el catastrofismo geológico, en lugar de un cambio continuo, que no logran percibir y cuya representación requiere un horizonte cronológico enormemente grande, dada la lentitud y la magnitud de esos cambios (Pedrinaci 1998; Pozo 2000). A su vez, la representación de los fenómenos biológicos tiende a vincularse a la propia experiencia corporal y personal. En el dominio biológico, se tenderá a asumir que el fenotipo debe ser igual al genotipo o a aceptar interpretaciones lamarckianas o incluso intencionales con respecto a la selección natural, que son más cercanas a nuestra experiencia personal, porque en los "nichos cognitivos" en los que nosotros vivimos los cambios generacionales se transmiten a los descendientes y las intenciones rigen esos cambios. Igualmente, nuestra representación de la salud y de la enfermedad tiene, como no podía ser menos, un fuerte arraigo corporal. La salud es no estar enfermo, es decir no recibir del cuerpo informaciones alarmantes, por medio de aquellos "marcadores somáticos", sobre cambios inesperados en nuestro organismo. Curarse es en buena medida, desde nuestras representaciones implícitas, eliminar los síntomas, es decir la información procedente de esos marcadores somáticos. Así, si tenemos fiebre sudamos para expulsarla de nuestro cuerpo. O dejaremos de tomar la medicina recomendada por el médico en cuanto desaparezcan los síntomas de la enfermedad (sobre las ideas con respecto a la salud y la enfermedad véase por ejemplo López Manjón 1996; sobre las creencias biológicas más en general véase Inagaki y Hatano 2002).

        Vemos por tanto que nuestra ciencia intuitiva –nuestra representación implícita del el mundo físico, químico, geológico o biológico, aunque otro tanto podría decirse del mundo psicológico o social, aunque con rasgos en parte diferentes[7]- nos proporciona representaciones implícitas y encarnadas con un alto valor adaptativo, o si se quiere pragmático. Y vemos también que muchas de las predicciones y creencias derivadas de ese conocimiento intuitivo son contrarias al conocimiento científico establecido. ¿Acaso alguien, viendo el mundo en el que vive, o al menos el mundo en el que su cuerpo le dice que vive, puede creer que la materia es discontinua, o que los objetos se mueven sin necesidad de ejercer una fuerza sobre ellos, o que los caracteres adquiridos no se transmiten, o que todo, todo, el suelo que pisamos y el continente que habitamos está en continuo movimiento? No es de extrañar por tanto, volviendo al argumento inicial, que la educación científica tenga tan poco éxito en lograr una comprensión de los modelos científicos y que sea tan difícil de lograr una alfabetización científica, en el sentido de lograr que los ciudadanos usen la ciencia como una forma de ver el mundo, ya que esa nueva forma de ver el mundo exige negar la propia intuición o, si se acepta el argumento que hemos desarrollado, más allá de ello, negarnos a nosotros mismos, al negar las certidumbres que nuestro propio cuerpo nos proporciona con respecto al mundo.

        Ahora bien, aceptando que esas representaciones implícitas y encarnadas constituyen el punto de partida de nuestra construcción del conocimiento científico, en un sentido general, queda la duda de si es posible reconstruir o redescribir esas representaciones para acceder a las formas de conocimiento científicamente aceptadas. ¿Es posible el cambio conceptual a partir de esas representaciones? ¿Y si es posible (seamos optimistas) cómo se produce? ¿Supone el cambio abandonar o superar esas representaciones implícitas? ¿Y qué podemos hacer para favorecerlo? Responder a estas preguntas requiere a su vez que nos planteemos la naturaleza representacional de la física intuitiva aún desde otra perspectiva. ¿Qué es exactamente lo que hay que cambiar, las ideas o representaciones específicas, o las creencias o principios en que se sustentan? En suma, ¿es el cambio representacional un cambio conceptual o más bien teórico? La respuesta a esta pregunta depende de cómo estén organizadas esas representaciones implícitas en la mente humana, si como unidades aisladas o como auténticas teorías implícitas. Y cada una de esas respuestas asume una concepción notablemente distinta de la adquisición de conocimiento científico y, por consiguiente, de su enseñanza.
     
     

    La física intuitiva como una teoría implícita

        La investigación reciente sobre el origen de las representaciones implícitas en dominios específicos (como los objetos, las personas, etc.), tanto en niños como en adultos, se ha desarrollado desde diferentes perspectivas teóricas, que asumen supuestos distintos sobre la naturaleza y organización de esas representaciones, y en consecuencia sobre las posibilidades, o incluso la necesidad, de lograr un verdadero cambio representacional. Según Wellman y Gelman (1997) hay de hecho tres enfoques distintos:

        Estos tres enfoques responden de hecho a tres concepciones distintas sobre el conocimiento humano y su origen, que difieren entre sí al menos en tres aspectos esenciales: (a) la continuidad o discontinuidad entre las representaciones intuitivas y el conocimiento científico; (b) la naturaleza de esos sistemas de representación y/o conocimiento; y (c) los mecanismos mediante los que, en su caso, cambian esas representaciones para convertirse en verdadero conocimiento. Así, los partidarios de la pericia creen que las representaciones sobre el mundo físico serían de hecho consecuencia de las experiencias acumuladas en un mundo natural organizado de acuerdo con ciertas leyes; a su vez quienes atribuyen esas representaciones a módulos o sistemas innatos de procesamiento creen que éstos son previos cualquier experiencia y por tanto no sólo no procederían de ella sino que de hecho actuarían como un "sistema cognitivo inmunológico" verdaderamente intransigente, impidiendo así la adquisición de conocimientos que fueran en contra del funcionamiento de esos módulos (como sería el caso de las teorías científicas, que recordemos, van en contra de los principios de la física intuitiva); y finalmente, los partidarios de las teorías asumen que éstas se basan en principios que restringen el procesamiento de los objetos y sus cambios, pero que pueden ser modificados o reconstruidos mediante el aprendizaje explícito.

        Al analizar las respuestas que cada uno de estos enfoques da a las preguntas anteriores veremos que se corresponden con las tres principales epistemologías desde las que se ha articulado la investigación en psicología del aprendizaje en nuestra tradición cultural, el empirismo, el racionalismo y el constructivismo (Pozo 1996a), por lo que al analizarlas estaremos inevitablemente volviendo sobre estas tradiciones, que no sólo estructuran el pensamiento psicológico sino la propia organización y las prácticas instruccionales de las instituciones sociales dedicadas a promover la adquisición de conocimiento (Case 1996).

        Comenzando por el primero de estos enfoques, concebir la adquisición de conocimiento científico como una pericia adquirida implica aceptar que el conocimiento tiene su origen en la práctica en cualquier dominio nuevo o arbitrario en la que ésta se acumule (ajedrez, química, esquí, punto de cruz, etc.). No es el sistema cognitivo el que estructura esa pericia sino la propia práctica, de modo que "con suficiente práctica en una tarea, ya sea el ajedrez o coleccionar conocimientos factuales sobre los dinosaurios, una persona ordinaria empieza a parecer extraordinaria" (Wellman y Gelman 1997, pág. 528). Desde este enfoque se ha argumentado incluso que las diferencias evolutivas, entre niños pequeños y adultos, pueden reducirse a que los niños son "novatos universales" (Brown y DeLoache 1978) y que con la práctica debida, incluso los niños pueden acumular más conocimientos que los adultos en un dominio dado (por ej., el conocimiento factual sobre los dinosaurios), al hacerse expertos en ese dominio (Chi 1978).

        Las representaciones son, desde este enfoque, trozos de plastilina moldeables y modificables sin apenas restricciones por la práctica. Por tanto "cualquier rincón de experiencia" (Wellman y Gelman 1997), por arbitrario y casual que sea (ya sean los pokemon, la enología o por qué no la cinemática o la estequiometría), puede ser un área de pericia en el que acumular conocimiento. De acuerdo con la tradición empirista, ser experto consiste en acumular representaciones específicas de dominio como consecuencia de la práctica. En consecuencia, como ha mostrado la investigación sobre la formación de expertos, el requisito esencial para lograr pericia en un dominio de conocimiento, por ej, la física o mejor aún la cinemática, sería tener la motivación suficiente como para realizar la práctica masiva que se exige para adquirir esa pericia (por ej. Ericsson 1996).

        La interpretación de la adquisición de conocimiento científico desde el enfoque de los módulos es completamente opuesta a esta tradición empirista. Según esta concepción, cercana al racionalismo de Fodor (1983, 2000) o de Chomsky (1980), el conocimiento se basaría en dispositivos especializados para el procesamiento de cierta información (al igual que la gramática universal de Chomsky se actualiza en muchas gramáticas específicas de diferentes lenguas). Si en el enfoque anterior, uno se hace experto aprendiendo, la función de los módulos es hacer innecesario el aprendizaje, ya que esos dispositivos estarían preformados, de tal manera que serían una causa de nuestras experiencias y representaciones, nunca una consecuencia de ellas.

        Lo que identifica esencialmente a esta posición es negar la existencia de mecanismos que hagan posible el cambio de esas representaciones, por lo que no aceptarían ninguna discontinuidad cognitiva en esos dominios. Además, en lugar de ocuparse de dominios arbitrarios, de "rincones de experiencia", se ocupan de sistemas cognitivos nucleares como la física o la psicología intuitiva (Leslie 1995; Spelke 1994), intentando identificar los "universales cognitivos", aquellos sistemas de procesamiento que todos los humanos compartimos como consecuencia de nuestro común equipamiento cognitivo de serie. Según Rivière (1997) lo que caracterizaría a este enfoque es que los módulos constituyen el sistema operativo de la mente en dominios específicos, un tipo de funcionamiento mental, que lejos de revisarse con la experiencia, es apenas modificable, que no tiene componentes explícitos ni pueden en modo alguno explicitarse. Según esta idea, nuestro equipamiento cognitivo de serie restringiría de tal modo las posibles representaciones del mundo que haría casi imposible revisar o redescribir esos principios y por tanto esas representaciones. Así, desde una concepción modular, como siempre ha creído Fodor (2000), es muy difícil aceptar el cambio representacional.

        En cambio, desde el tercero de los enfoques mencionados, se asume que nuestras representaciones implícitas constituyen teorías de dominio, es decir sistemas de representación organizados y consistentes, basados en ciertos principios que restringen el procesamiento de la información en ese dominio, pero que pueden ser revisados y explicitados como consecuencia del aprendizaje. Aunque hay diferentes posiciones dentro de este enfoque (ver por ej., Flavell 1999 o Wellman y Gelman, 19917 para diferenciarlas) a los efectos de esta exposición, todas ellas asumen que nuestras representaciones implícitas se organizan en forma de teorías implícitas. Al organizar nuestras representaciones y usarlas para guiar la acción en el mundo todos nosotros partiríamos de ciertos principios teóricos, o creencias en el sentido de Ortega, que restringirían el procesamiento de esas situaciones, que las organizarían, pero al tiempo revisaríamos esos principios en función de su éxito representacional, en busca de "teorías" más eficaces. Según Gopnik y Meltzoff (1997), los rasgos que identifican a estas teorías de dominio son:

        Gopnik y Meltzoff (1997) ilustran claramente la naturaleza representacional de estas teorías y sus consecuencias para el sistema cognitivo cuando comparan sus funciones con las de los esquemas, las estructuras más organizadas generadas por el procesamiento de información y que podrían ser un ejemplo del tipo de estructuras cognitivas postuladas desde el enfoque empirista de la pericia. Así, el famoso esquema de "ir a un restaurante" sirve sin duda para organizar, para reducir la incertidumbre en un escenario concreto, pero no asume ninguno de los supuestos anteriores, salvo la abstracción. No predice nuestra representación en otro escenario (coherencia), no explica lo que allí sucede (causalidad) y, sobre todo, no hay ningún compromiso ni necesidad ontológica en lo que sucede en un esquema (si vamos a un fast food, en contra de lo que predice el esquema, pagamos antes de comer, pero no pasa nada, salvo a nuestro estómago claro, eso sigue siendo un restaurante). En cambio, las representaciones que tenemos las personas sobre cómo se mueven los objetos, sobre la conducta de los demás o sobre lo que es un "ser vivo" estarían organizadas en forma de teorías (los seres vivos necesariamente se alimentan y necesariamente mueren: si algo no puede morir, es que no es un ser vivo). Según ha demostrado Keil (1989) en unos ingeniosos experimentos, los niños de 3-4 años comparten ya con todos nosotros la certeza representacional que, en un mundo tan incierto, proporcionan estos compromisos ontológicos, estas teorías.

        Además, para los partidarios de la teorías, nuestras representaciones estarían organizadas a partir de estos principios, que surgirían de las restricciones impuestas por el propio sistema cognitivo, pero esos principios se irían revisando, a medida que esas teorías se contrastan con el mundo. Habría una discontinuidad clara entre las teorías ingenuas y las teorías de los científicos, que se explicarían mediante procesos de cambio conceptual o teórico. Del mismo modo que las teorías científicas acumulan datos durante largos periodos para sufrir ocasionales "revoluciones conceptuales", las teorías específicas de dominio podrían someterse, dadas las experiencias adecuadas, a una dinámica de cambio similar. Los partidarios de este enfoque suelen defender que los procesos de cambio teórico son los mismos en el caso del conocimiento cotidiano y científico, al menos desde el punto de vista cognitivo, aunque no obviamente en su estructura social (por ej., Gopnik y Meltzoff 1997; Karmiloff-Smith 1992). En este y en otros supuestos el enfoque de las representaciones como teorías asume una concepción constructivista de la adquisición de conocimiento, al admitir, como el empirismo, la posibilidad del cambio cognitivo, pero, a diferencia del enfoque empirista, destacar la importancia de los cambios estructurales frente al aprendizaje meramente acumulativo.

        Como vemos estos tres enfoques parten de concepciones bien diferentes sobre la naturaleza de la adquisición del conocimiento, y cada uno de ellos se apoya en su propia base de datos, obtenida frecuentemente en dominios diferentes y con distinto tipo de sujetos, por lo que no es aventurado afirmar que los tres tienen abundantes datos a su favor, pero también, en consecuencia, bastantes datos en contra (ver por ejemplo Wellman y Gelman 1997). Sin duda. es posible hacerse experto, con la práctica y sobre todo la motivación adecuada, en cualquier dominio arbitrario que uno pueda imaginar (basta con ver algunos concursos de televisión para cerciorarse). También existen sistemas (lenguaje, percepción) que responden bastante bien a la lógica de los sistemas modulares. Y finalmente en algunos dominios, la experiencia nos obliga tras cierto tiempo a reestructurar nuestras ideas y asumir, de modo más o menos gradual, una nueva "teoría". Pero para nuestro intereses aquí el aspecto más crucial para diferenciar estos enfoques sería el grado en que pueden dar cuenta de los procesos de adquisición de conocimiento científico, y más en concreto, de la forma en que el sistema cognitivo humano restringe esa adquisición, pero también del grado en que nuestras representaciones implícitas pueden ser reestructuras como consecuencia del aprendizaje, dando lugar a nuevos sistemas de representación y conocimiento.

        En ese sentido, asumir que la adquisición de conocimiento científico es simplemente un tipo más de pericia hace innecesario acudir a procesos de cambio representacional para dar cuenta del aprendizaje de la ciencia. Aprender ciencia requeriría sencillamente acumular una gran cantidad de práctica adecuada a ese fin. De hecho, posiblemente es así como la mayor parte de los científicos han aprendido a ser científicos, sin llegar a pensar nunca en la necesidad de cambiar sus conocimientos. Sería un tipo de pericia local, muy restringida, adquirida para realizar tareas también muy específicas. Sin embargo, también hay datos que muestran que la adquisición de conocimiento experto en áreas científicas requiere una reestructuración profunda de los conocimientos anteriores, que no puede ser reducida a una mera acumulación de destrezas y saberes. Así, los expertos organizan y clasifican los problemas de física de forma diferente a como lo hacen los novatos, ya que disponen de estructuras conceptuales más profundas e integradoras (Chi, Feltovich y Glaser 1981), que les permiten explicar, o redescribir, en un nuevo nivel representacional, formalizado y abstracto, los saberes más particulares, o superficiales de los novatos. Además, los expertos tienen una mayor capacidad de regular sus propios aprendizajes y sus procesos de solución de problemas, son capaces de una mejor gestión consciente de sus propios conocimientos (por ej., Chi 2000; Glaser 1992; Mateos 2001). También sabemos que la adquisición de un conocimiento científico expertos no supone necesariamente un abandono de las representaciones implícitas originales para ese mismo dominio (por ej., Gómez Crespo y Pozo, 2000, 2001; Gutiérrez, Gómez Crespo y Pozo 2002; Pozo, Gómez Crespo y Sanz 1999).

        En suma, adquirir conocimiento científico no consiste simplemente en acumular nuevos saberes, como los modelos de enseñanza tradicional han supuesto (Case 1996; Pozo et al. 1999), sino que es preciso considerar la relación entre esos conocimientos científicos que deben adquirirse y las representaciones implícitas iniciales (Pozo 1999). Hacerse experto en un dominio, al menos en un dominio no arbitrario, cognitivamente relevante, supone superar algunas de las restricciones específicas impuestas por nuestro equipamiento cognitivo de serie. Esas restricciones ¿tienen una naturaleza modular o teórica? La respuesta a esta pregunta, frente a lo que suele creerse, no está relacionada con el carácter innato o no de esas restricciones, ya que ambos enfoques asumen que actúan a priori de la experiencia, sino con el grado en que son revisables por la experiencia, en que pueden someterse a un cambio representacional.

        En el estado actual de nuestros conocimientos, no parece fácil decantarse definitivamente por ninguna de estas dos posiciones, tal como se ha descrito. No parece que las personas revisemos de modo racional y sistemático nuestras teorías implícitas, como suponen los partidarios de la analogía funcional entre las teorías implícitas y a las teorías científicas (por ej., Gopnik y Meltzoff 1997, que llegan a afirmar que no es que los niños actúen como científicos, sino que son los científicos los que actúan como niños); pero tampoco parece cierto que esas teorías sean imposibles de revisar. Si así fuera, la ciencia no sería una empresa posible, ya que en su mayor parte nos obliga a abandonar nuestros supuestos y convicciones más firmes sobre el mundo. La mejor refutación de que las teorías específicas de dominio no son modulares, al menos en el sentido más estricto o radical, es la propia existencia del conocimiento científico. Si nuestros supuestos no fueran revisables, mantendríamos creencias de "sentido común". Y no parece que la ciencia al uso, con su espacio-tiempo curvado, sus nociones de infinito, o sus principios de incertidumbre sea una ciencia "de sentido común".

        Tal vez como sugiere Flavell (1999) la solución sea buscar una tercera vía representacional, intermedia a las concepciones modulares y teóricas, que asuma lo que podríamos llamar una modularidad moderada, es decir la existencia de dispositivos específicos de dominio, consistentes no sólo en un sistema de creencias sino en mecanismos de cómputo especializados, pero que puedan ser revisados o parcialmente "desencapsulados" y reconstruidos mediante procesos de aprendizaje explícito. Según esta tercera vía, o quizá cuarta, nuestras representaciones intuitivas constituirían teorías implícitas (Pozo, 1996b; Pozo et al. 1992; Pozo y Gómez Crespo 1998; Pozo y Rodrigo, 2001; Rodrigo 1997; Rodrigo y Correa 2001), en el sentido de que responderían a los rasgos antes atribuidos a las representaciones teóricas a partir de Gopnik y Meltzoff (1997), pero tendrían una naturaleza representacional y procesual diferente de las teorías científicas, ya que se apoyarían, como hemos ido viendo a lo largo de este artículo, en otro tipo mentalidad, la que caracteriza al sistema cognitivo implícito (mientras que la ciencia sería esencialmente un producto del funcionamiento cognitivo explícito, basado en procesos, culturalmente generados, muy diferentes de esos procesos cognitivos primarios o implícitos) (Pozo 2001).

        Por tanto, asumir que las representaciones de dominio constituyen teorías de naturaleza implícita requiere justificar, por un lado, que poseen, las propiedades antes enunciadas con respecto a las teorías (abstracción, coherencia, causalidad y compromiso ontológico) y por otro que tienen una naturaleza implícita, es decir, que las personas que hacen un uso pragmático de ellas no pueden sin embargo hacer un uso epistémico pleno de las mismas, es decir cono conocen, en parte o en todo, que usan esas teorías para representarse el mundo.

        Hay numerosos argumentos a favor del carácter teórico de estas representaciones[8]. Aunque es imposible repasar aquí esos argumentos, quienes defienden el carácter teórico de esa representaciones mantienen que están regidas por ciertos principios –como los de cohesión, continuidad y contacto antes mencionados para la física intuitiva de los bebés o los principios de intención y creencia que subyacen a la teoría de la mente- que organizan o restringen la forma en que nos representamos ciertos dominios. Esos principios, que tendrían una naturaleza esquemática o abstracta, proporcionarían una cierta consistencia o coherencia a nuestra representación de esos dominios, que en ningún caso constituirían ideas o piezas de información aisladas, como supone DiSessa (1996, 2002), sino que tienen un alto grado de consistencia interna (Gómez Crespo y Pozo 2001; Gutiérrez, Gómez Crespo y Pozo 2002). De esta de forma, a partir de esos principios teóricos, de esas creencias, construiríamos modelos mentales o situacionales para responder a las demandas concretas de cada escenario (Greca y Moreira 1998; Moreira 1997; Rodrigo 1997; Rodrigo y Correa 2001). De esta forma nuestras representaciones implícitas serían fuertemente dependientes de contexto, en la medida en que responderían a la forma en que el ambiente desencadena ciertas representaciones encarnadas, restringidas por el propio organismo, en nuestro caso para el procesamiento de los objetos. Esas restricciones cognitivas impuestas por las teorías implícitas posiblemente actúan inicialmente como un sistema operativo o un modo de procesamiento –como defienden los partidarios de las teorías modulares- que, en interacción con el ambiente, genera necesariamente esos principios que regularán la representación y, en buena medida, el conocimiento en esos dominios.

        El carácter teórico de nuestras representaciones implícitas viene avalado también por el hecho de que, aunque difícil, es posible el cambio representacional o reestructuración de esas teorías mediante la instrucción y la intervención cultural, pero además ese cambio no implica la sustitución de unas ideas en otras sino su reorganización en el marco de una nueva "teoría" o sistema de relaciones conceptuales. El paso de una concepción a otra no se basa a reemplazar ideas, sino en reorganizarlas en un nuevo marco conceptual (por ej., Benlloch y Pozo 1996; Pozo, Gómez Crespo y Sanz 1999).

        Ahora bien, si el cambio es posible, su similitud con el cambio de las teorías científicas es más remota de lo que suponen muchos autores (por ej., Gopnik y Meltzoff 1997), ya que, a diferencia de lo que hace los científicos, implica mantener diferentes sistemas de representación (implícitos y explícitos) para metas o funciones cognitivas distintas. De hecho, el cambio conceptual es posible y necesario –en contra de lo que sostienen los partidarios de la teoría modular (por ej., Leslie 1995)- pero mucho menos probable y común de lo que la analogía con el conocimiento científico hace supone. Dado que las representaciones implícitas son empíricamente falsas o al menos insuficientes para dar cuenta de muchos fenómenos cotidianos la lógica científica obligaría a su revisión inmediata, sin embargo estas representaciones son sumamente tenaces y resistentes al cambio. Incluso tras amplios esfuerzos de instrucción, las personas persistimos en nuestras representaciones implícitas, mucho más allá de lo que la analogía con el pensamiento científico supondría, aun con todas las cautelas sobre los mecanismos de cambio conceptual en la propia ciencia (Estany 1990; Thagard, 1992). Además, nuestras representaciones implícitas, a diferencia supuestamente de las teorías científicas. serían fuertemente consistentes para contextos o subdominios concretos pero carecerían de consistencia global (Gómez Crespo y Pozo 2001), o si se quiere de coherencia argumental (Correa y Rodrigo 2001; Mortimer, 2001).

        Una explicación tanto de esta falta de coherencia global como de esa resistencia al cambio estaría precisamente en el origen implícito y encarnado de esas teorías alternativas, en lo que se diferenciarían claramente de las teorías científicas. Asumiendo la idea de Sperber (1996) de que existe una "epidemiología de las representaciones", una exposición social a ideas seriamente contagiosas, así como mecanismos sociales de contagio o inoculación de esas ideas, podemos decir que el sistema cognitivo implícito, tal como hasta ahora lo hemos analizado, es un verdadero sistema inmunológico cognitivo en la medida en que se resiste a muchos de esos contagios. Tenemos un sistema cognitivo cuyo origen se remonta a ambientes muy diferentes a los que ahora vivimos y que se resiste a asumir representaciones cuyo formato y organización viola algunos de los principios representacionales en los que ese sistema implícito se sustenta. Mientras que nuestras representaciones intuitivas se basan en gran medida en lo que podríamos llamar un realismo ingenuo –aceptar que el mundo es como nuestras representaciones encarnadas nos informan que es- (Cosmides y Tooby 2000; Pozo y Gómez Crespo 1998; Pozo et al. 1999; Vosniadou 1994), los conocimientos científicos en esos mismos dominios nos obligan a ir mucho más allá de esa "realidad encarnada" y asumir que la materia está en continuo movimiento y llena de pequeños agujeros vacíos, que el universo es infinito, no tiene límite, ni principio ni fin, o que las personas no se comportan como quieren y desean sino como sus representaciones o las pautas de activación entre unidades neuronales les dictan. Además, nuestras representaciones implícitas, de acuerdo con los mecanismos de aprendizaje implícito en que se basan, tienen una estructura básicamente asociativa, estableciendo cadenas causales lineales simples entre sucesos –cuyas reglas son estrictamente asociativas (Pozo 1987)- que desde el punto de vista científico responden a estructuras mucho más complejas, basadas en la interacción dinámica de sistemas (Chi et al. 1994; Pozo y Gómez Crespo 1998; Pozo et al. 1999).

        Por tanto no parece que la adquisición de conocimiento científico pueda reducirse a la mera adquisición de pericia a partir de la experiencia, pero tampoco puede explicarse en función de restricciones modulares, que por definición harían imposible esa adquisición. La atribución de un carácter teórico puede ayudar a dar sentido a esa adquisición siempre que asumamos las diferencias cognitivas entre la elaboración explícita de teorías científicas, sujeta mal que bien a un proceso racional y compartido de justificación y comprobación de esas teorías, y la construcción, mediante procesos asociativos y restricciones encarnadas, de las teorías implícitas. Parece claro que mediante este mismo tipo de procesos asociativos, aunque se hagan explícitos, no es posible construir conocimientos científicos tal como los conocemos. De hecho, la conclusión que podemos extraer de este apartado es que la adquisición de conocimientos científicos requiere procesos y representaciones que van más allá de las restricciones impuestas por nuestra mente implícita. Es posible, en el marco del desarrollo cultural de la mente, traspasar las fronteras de nuestro sistema cognitivo inmunológico, reformatear explícitamente esa mente implícita (Donald 2001; Pozo 2001). Pero no es fácil ni probable hacerlo. El cambio representacional es posible, pero improbable. La función de la educación científica es hacer que ese cambio sea más probable, diseñando los escenarios sociales más adecuados para ello. Conviene por tanto profundizar un poco más en la naturaleza de ese cambio representacional, desde las teorías implícitas a las teorías científicas.
     
     

    El cambio representacional: más allá de las teorías implícitas

        La mayor parte de los intentos por lograr un cambio conceptual mediante estrategias de instrucción científica han estado esencialmente dirigidos a reemplazar formas simples de conocimiento –las misconceptions de los alumnos- por conocimientos científicos complejos. Los resultados de esos intentos han sido más bien frustrantes, como nos recordara Duit (1999) en la frase incluida al comienzo de este trabajo, según la cual no hay ninguna investigación que haya demostrado convincentemente que puede lograrse el abandono de alguna de esas ideas, o teorías, profundamente arraigadas, o encarnadas. Una posible razón por la que no se ha logrado el abandono de esas teorías implícitas tal vez sea que el aprendizaje de la ciencia no supone nunca el abandono de las representaciones implícitas a favor de un conocimiento más elaborado, sino un proceso de integración jerárquica de unos sistemas de representación en otros (Pozo, 1999; Pozo y Gómez Crespo, 1998). Según esta idea, adquirir conocimiento no implica sustituir unas representaciones u objetos de conocimiento por otros, sino multiplicar las perspectivas o actitudes epistémicas con respecto a esos objetos, y finalmente integrarlas en una única teoría o agencia cognitiva que redescriba las relaciones entre esos componentes en un nuevo nivel (ver Dienes y Perner 1999; Pozo 2001). No basta ya con representar el mundo a través de las teorías, sino que hay que representar las propias teorías. Conocer implica de algún modo vernos reflejados en el objeto de nuestro conocimiento, identificarnos con nuestras teorías. Por tanto, aprender ciencia requiere no sólo ir más allá de las representaciones encarnadas e implícitas que nos proporciona el equipamiento cognitivo de serie, sino redescribir esa experiencia del mundo físico en nuevos niveles representacionales, que sólo son posibles mediante la instrucción (Pozo y Gómez Crespo, 2002).

        De esta forma, más que acumular saberes o sustituir unos por otros, la instrucción científica debería promover una reflexión o redescripción representacional de unos saberes en otros, en la conciencia de que ciertas formas de conocimiento (científico) tienen mayor potencia representacional –o en el sentido de Lakatos (1978), un exceso de contenido empírico- con respecto a otras formas de conocimiento más simple, que sin embargo tienen una gran funcionalidad cognitiva. Mientras las teorías implícitas tendrían una función pragmática (predecir y controlar sucesos), el conocimiento científico tiene una función epistémica (entender por qué pasan las cosas) y ello nos ayudará a reestructurar las situaciones cuando las cosas de hecho no vayan bien (cuando la función pragmática de las teorías implícitas fracase). Todos seguimos viendo al Sol moverse por el horizonte, aunque en cierto nivel de análisis (jerárquicamente superior) sepamos que no se mueve. La teoría científica puede redescribir mi experiencia encarnada, sensorial, pero no al revés. Y a su vez, esa teoría científica puede a su vez ser redescrita por otra (en realidad ahora sabemos que el Sol se mueve como consecuencia de la expansión continua del universo...). También podemos saber que la materia está en realidad compuesta de partículas en continua interacción y movimiento, separadas entre sí por un espacio vacío, aun cuando lo que veamos realmente sean objetos sólidos, continuos y estáticos, ocupando un espacio, y nos comportemos habitualmente como si tales objetos existieran. O como recuerda sabiamente un alumno estudiado por Mortimer (2001), aunque los cristales de vidrio sean para todos nosotros objetos sólidos –con todas las propiedades de los sólidos- en clase de ciencias "conviene" verlos como lo que realmente son, líquidos.

        Por tanto, frente a la idea de que el conocimiento científico debe sustituir al conocimiento cotidiano –que es la que ha predominado en los modelos didácticos del cambio conceptual, y es la que justifica la afirmación de Duit (1999)- debemos asumir que la función de la instrucción científica sería promover una redescripción o explicación de ese conocimiento cotidiano en términos de modelos científicos más complejos y potentes. Por tanto, la conversión de las representaciones implícitas sobre el mundo físico en conocimiento científico requiere procesos de aprendizaje explícito. Pero esos procesos no pueden implicarían sólo la sustitución de unas formas de conocimiento por otras –que sin duda puede ser necesaria en algún caso-, ya que no sería pragmático, desde el punto de vista representacional, el esfuerzo de concebir siempre los cristales de la ventana como líquidos, o el suelo del avión en que volamos como un sistema de partículas en continua interacción y movimiento, ¡y aún más separadas por espacios vacíos!

        La adquisición de nuevos conocimientos no hace perder su función pragmática a nuestras representaciones implícitas. Tampoco sirve suprimir contextual o situadamente ciertas representaciones, ya que eso no favorece un verdadero cambio conceptual, sino meramente un uso contextual de diferentes representaciones (Pozo 1999). Será necesaria una redescripción representacional, en el sentido de Karmiloff-Smith (1992), una integración jerárquica de unos sistemas de representación en otros. Ese proceso de cambio representacional se apoyaría en tres procesos de aprendizaje interrelacionados (ver Pozo y Gómez Crespo, 1998):

    -Una reestructuración teórica: frente a las estructuras simplificadoras del conocimiento cotidiano, basado en reglas asociativas de aprendizaje implícito que hemos visto (covariación, contigüidad, semejanza, etc.) que se basan en una causalidad lineal, el conocimiento científico requiere interpretar los fenómenos en términos de relaciones de interacción y conservación dentro de sistemas tendentes a ciertos estados de equilibrio dinámico. Las relaciones causales lineales que nuestra física intuitiva predice entre fuerza y movimiento, calor y temperatura, etc., se convierten en el conocimiento científico en parte de un sistema de relaciones tendentes al equilibrio y la conservación de las propiedades globales del sistema. Adquirir conocimientos más complejos requiere también disponer de estructuras conceptuales más complejas en las que integrar las representaciones más primarias.

    -Una explicitación progresiva de las representaciones implícitas y encarnadas así como de las estructuras subyacentes a ese iceberg representacional, en forma de teorías implícitas, diferenciándolos de las estructuras y modelos utilizados por las teorías científicas. Ello implica no sólo una reflexión o explicitación de esas teorías implícitas, sino también el dominio de nuevos lenguajes y sistemas explícitos de representación que permitan redescribir esas conocimientos en términos de sistemas conceptuales más potentes.

    -Una integración jerárquica de las diversas formas de conocimiento cotidiano y científico. Como hemos visto, frente al supuesto de que la instrucción debe estar dirigida al abandono por los aprendices de su ciencia intuitiva, sus teorías implícitas supuestamente erróneas, adquirir conocimiento científico requiere una instrucción explícitamente dirigida a ayudar a esos aprendices a reconstruir y redescribir sus intuiciones, situándolas en un nuevo y más potente marco conceptual, pero sin abandonarlas, ya que forman parte no sólo de su sentido común sino de un acervo cultural largamente acumulado, por lo que tienen tras de sí una larga historia de éxitos personales y culturales.
     
     

        Entendida así, la adquisición de conocimiento científico no sólo hace necesaria la reconstrucción cultural de la mente (Pozo 2001) sino que, sobre todo, la hace posible. La ciencia sería una construcción cultural que nos permite representarnos el mundo más allá de ese equipamiento cognitivo de serie con el que todos venimos al mundo, un sistema de conocimiento, cultural e históricamente generado, que nos permite acceder a otros mundos posibles además del mundo real, de objetos tridimensionales y mesocósmicos (Riviére, 1991), en el que todos vivimos de una forma las más de las veces implícita y siempre encarnada. Es por tanto una prótesis cognitiva de largo alcance, cuya incorporación a nuestro sistema cognitivo crea no sólo nuevas formas de representar el mundo, sino a través de ellas también nuevos mundos posibles. Adquirir conocimiento científico es por tanto una actividad cultural que genera no sólo nuevas representaciones, sino también nuevas formas de representar y concebir el mundo.

        Por volver a la metáfora de Ortega, si nuestras creencias constituyen el continente de la mente, o su formato representacional, adquirir conocimientos científicos puede permitirnos descubrir nuevos y fascinantes continentes y, en lugar de conquistarlos, dejarnos conquistar por ellos. Si, como nos recuerda McCauley (2000), la mentalidad científica no es una forma natural de ver el mundo, frente por ejemplo a las creencias religiosas, acceder a esa nueva mentalidad es una conquista, cultural y educativa, a la que no podemos renunciar ni permitir que otros, ante su dificultad, renuncien.
     
     

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    Nota [1]: Este artículo ha sido en parte posible gracias a la concesión del Proyecto BSO2002-01557 financiado por el  Ministerio de Ciencia y Tecnología de España. Dirección del autor: Facultad de Psicología. Universidad Autónoma de Madrid, 28049 Madrid, España. O también, nacho.pozo@uam.es (volta para o texto)
    Nota [2]: Algunas de las cuales pueden encontrarse por ejemplo, en Carretero (1996),  Glynn y Duit (1995), Levinas (1998), Pozo y Gómez Crespo (1998); también los volúmenes editados recientemente por Benlloch (2002), Limón y Mason (2002) o Schnotz, Vosniadou y Carretero (1999) (volta para o texto)
    Nota [3]: Exposiciones más detalladas pueden encontrarse en de Vega (1984), Pinker (1997), Pozo (2001), Rivière (1987, 1991). Con respecto a su relación con la educación científica véase, por ejemplo Pozo (1996b), Pozo y Gómez Crespo (1998, 2002).(volta para o texto)
    Nota [4]: Si alguien duda de que el conocimiento sea una capacidad específica/mente humana (Pozo 2001), tal vez porque tiene, como suele suceder, un perro o un gato muy sabio en casa, o si simplemente quiere conocer las diferencias cognitivas entre nuestra especie y por ejemplo nuestros primos los primates hay varios textos recientes que le pueden ayudar a resolver sus dudas, como Donald (2001), Hauser (2000), Tomasello (1999). (volta para o texto)
    Nota [5]: Aunque la analogía entre las gramáticas artificiales y naturales es útil aquí para nuestros fines expositivos, se trata sin duda de una analogía limitada y discutible, ya que las gramáticas naturales no están constituidas en ningún caso por series arbitrarias o aleatorias, en la que cualquier combinación de signos es igualmente posible. En Pozo (2001) puede encontrarse una explicación detallada del significado psicológico de ese carácter no arbitrario de las representaciones naturales, incluido el lenguaje. Más adelante, al referirme a la naturaleza encarnada de nuestras representaciones implícitas sobre el mundo natural, me apoyo en ideas similares. En todo caso, ello no quita que la adquisición de la propia lengua se apoye en buena medida en procesos de aprendizaje implícito, como los que aquí se describen. (volta para o texto)
    Nota [6]: De ahí que la humana/mente sea una construcción basada en tres componentes (Pozo 2001): el mundo, la carne (que se conmueve con el mundo) y la conciencia (o capacidad exclusivamente humana de conocer ese mundo más allá de esas restricciones encarnadas). No hay ciencia sin con/ciencia.  (volta para o texto)
    Nota [7]: Sobre el mundo psicológico se sabe hoy que las personas tenemos una teoría de la mente muy arraigada desde la que hacemos interpretaciones mentalistas de la conducta de los otros y de nosotros mismos, pero también que todos nosotros –y muy especialmente profesores y alumnos- tenemos teorías implícitas sobre el aprendizaje y la enseñanza (Pérez Echeverría et al., 2001; Scheuer de la Cruz y Pozo 2002), de modo que cambiar las formas de enseñar requiere cambiar esas concepciones, en los mismos términos que aquí estamos hablando para el conocimiento científico (por ej., Pozo et al., 1999). Con respecto al conocimiento sobre la sociedad y la historia véanse los trabajos de Mario Carretero (1995; Carretero y Voss, 1994; Voss y Carretero, 1998). Sobre la diferencia entre este dominio social y el dominio físico véase Pozo (1994) (volta para o texto)
    Nota [8]: A favor serían los de Carey (1985), Karmiloff-Smith (1992), Keil y Silberstein (1996), Perner (1991); Pozo, (1996b), Rodrigo (1997); Rodrigo y Correa (2001) o Vosniadou (1994), pero también hay argumentos en contra (DiSessa 1996, 2002; Gellatly 1997; Rivière 1997). (volta para o texto)

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